La cultura en la administración pública en México:
un concepto en disputa

Jesús Antonio Villalobos Fuentes
Universidad Iberoamericana, México

[Recibido: 31/10/2017; aceptado para su publicación: 14/12/2017]

Resumen

El presente texto esboza el rumbo de la política cultural del Estado mexicano en el presente sexenio (2012-2018), a partir de la comparación de documentos presentes en la formación de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017) y los debates académicos sobre la composición cultural del país entre dos críticos y artífices de la política cultural de Estado: Instituto Nacional de Antropología e Historia y Néstor García Canclini. Se busca mostrar las limitaciones impuestas a los derechos culturales ante un aparente reconocimiento de la concepción antropológica sobre lo que es la cultura, pero que constantemente remite en su redacción a una concepción clásica de legitimación del Estado-nación y en su acción a un reconocimiento discrecional sobre estos derechos, pues se retoma brevemente el caso de la regulación de las radios comunitarias, proponiéndose como umbral entre lo que es y no es entendido como cultura.

Palabras clave:

Derechos culturales, políticas culturales, reforma cultural, Ley de Cultura.


The culture in the mexican public administration:
the discussion of the concept

Abstract

This article wants to mark de direction of the cultural policy in the current administration (2012-2018) comparing documents that intervine in the creation of the Ley General de Cultura y Derechos Culturales (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017) and the debates of two critics of the state cultural policy (Instituto Nacional de Antropología e Historia y Néstor García Canclini). The recogniction of the cultural rights in the new legislation implies an antropological view of the culture, but in the writing of the Culture Law points constantly to a clasic view of it, showing us the institutional limits imposed by the mexican administration. We take shortly the case of the radios comunitarias as an example of the limits of the culture and the cultural rights. 

Keywords

Cultural rights, cultural policy, Culture Law, cultural reform.

 


Introducción

El presente sexenio ha remarcado como su principal logro las reformas estructurales: cambios calificados como de gran calado e inevitables, si México quiere permanecer competitivo ante el nuevo panorama mundial. El sector cultural no ha sido la excepción a estas transformaciones. El 18 de diciembre de 2015, por una iniciativa del ejecutivo (Enrique Peña Nieto) presentada el 8 de septiembre, se creó la Secretaría de Cultura con el argumento de que se necesitaba hacer de la cultura una prioridad nacional al darle el lugar que merece en la administración pública.

La creación de la Secretaría de Cultura no vino sola, sino que el 19 de junio de 2017 se promulgó la Ley General de Cultura y Derechos Culturales (LGCDC) (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017), la cual norma las políticas de dicha secretaría. Las reformas son explicadas, por críticos y analistas, como producto mimético de las políticas internacionales, o como consecuencia de presiones de un mundo globalizado. La Secretaría de Cultura es entendida a partir de la tensión entre dos modelos presentes ya en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), pero que se decantan hacia una mirada neoliberal sobre la cultura (Rojas, 2017). La Ley General de Cultura y Derechos Culturales parte de la influencia de tratados internacionales y de los derechos humanos (Mesinas, 2017).

El cambio al sistema neoliberal provocó una transformación profunda en las políticas culturales mexicanas, resultado de la apertura comercial y de la firma de tratados internacionales. Así como ha sido estudiado para la creación de CONACULTA y la continuidad marcada por las administraciones panistas en política cultural (Bordat, 2016), los cambios no solo pueden ser explicados a partir de la apertura global y de la transformación estructural del Estado mexicano, sino que el gran aparato cultural ha sido armado a partir de una mirada, o miradas muy particulares, de aquello que es entendido por cultura.

El principal objetivo de este artículo es integrar algunos elementos que han sido dejados de lado en el análisis sobre el reciente cambio en la política cultural mexicana. Parto de la indefinición del término “cultura” en la nueva legislación para realizar un esbozo sobre su posible conceptualización, la cual permita ver los cambios no solo como resultado de la transición de dos modelos económicos que le dan un lugar distinto al sector cultural en política pública, sino de afectos históricos e institucionales –al igual que intereses políticos– que señalan una constelación de significados en pugna con efectos en la reciente escritura de la LGCDC.

Al principio de la creación de la Secretaría de Cultura se comentó mucho de la inexistencia de una política pública clara (Pérez, 2017); ahora, a dos años de su fundación y con la redacción de una ley que la norma, podemos hablar de una estructura visible. Esa visibilidad permite escribir este documento, pues hoy se detectan contradicciones entre aquello que el Estado mexicano cita o suscribe en los documentos internacionales con lo que redacta en la LGCDC y realiza (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017).

El presente artículo comparará la LGCDC con la Declaración de Friburgo (2008) –documento que sintetiza la figura de los derechos culturales retomada por la LGCDC– para demostrar que los cambios de redacción obedecen a una visión diferente sobre esos derechos a pesar de apelar a la misma figura. Al reconocer esas particularidades intentaré dibujar una discusión entre dos marcos teóricos y dos visiones sobre políticas culturales nacionales: la del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y la emanada de los estudios culturales, principalmente, de los textos de Néstor García Canclini (1989, 2001, 2005), intentando reconocer en el debate esas particularidad nacionales y observar cuánto permean en la legislación dichos posicionamientos, los cuales han tenido una presencia importante en las políticas públicas desde el ámbito académico.

El reconocimiento de los derechos culturales implica una concepción amplia sobre la cultura. Sin embargo, en las particularidades del concepto esbozadas en el debate se busca demostrar los límites institucionales impuestos a esta amplitud del concepto. A partir del caso de la regulación de las radios comunitarias en la nueva Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2014) se pretende pensar los límites del concepto y cuestionar la atribución del cumplimiento de los derechos culturales a la Secretaría de Cultura, la cual contempla parcialmente a las industrias culturales como parte de su acción. Es en el reconocimiento de las particularidades nacionales, los debates académicos internos y los límites impuestos por la administración federal que intentaremos abrir la discusión sobre el rumbo de la política cultural mexicana.


La cultura en la Ley General de Cultura y Derechos Culturales: de la Declaración de Friburgo a la legislación mexicana

La discusión sobre el valor de las producciones culturales se ha polarizado a nivel internacional entre dos posiciones: una visión comercial sobre los productos culturales, donde sean entendidos como cualquier otra mercancía de entretenimiento; o bien a partir de una lógica antropológica, la cual ve en los procesos de globalización un peligro de homogenización (Rodríguez, 2009).

Estas dos fuerzas antagónicas explican cómo son entendidas nuestras reformas en materia cultural. Entre una visión neoliberal donde el mercado postula el valor de la producción a partir de la lógica de la oferta y la demanda (cuya ganancia es principalmente económica), y una proteccionista en la cual el Estado intenta marcar un terreno parejo a las diversas producciones culturales que aseguren su permanencia y difusión.1

La alusión en la propuesta de ley del Senado de la República (2017) a la Declaración de Friburgo y la utilización de la figura de los derechos culturales en la nueva legislación hacen evidente, una vez más, la influencia internacional en los marcos de la política nacional mexicana. No se pretende negar la influencia internacional, sino mostrar que a pesar de apelar a la misma figura2 los derechos culturales se insertan dentro de una nueva lógica conceptual institucional, la cual cambia su significación.

Para la comparación de ambos documentos es importante remarcar que son instrumentos de diversa índole. Mientras la Declaración de Friburgo resalta la importancia de los derechos culturales y sirve como marco de referencia a nivel internacional, la ley mexicana intenta ser un instrumento regulatorio de los deberes de una nueva secretaría, la cual debe definir los mecanismos por donde planea garantizar la permanencia de los derechos culturales que dice nombrar. La Declaración de Friburgo (2008) es desmenuzada en los siguientes subíndices:

6) Los efectos de asumir dichos derechos en organizaciones internacionales, actores privados, públicos y civiles (artículos 9, 11, 12).
7) La implicación de la inserción en la economía de bienes y servicios culturales (artículo 10).

Se puede observar que los derechos culturales implican varios factores de acción para garantizar su ejercicio y protección. La LGCDC se enfoca en los dos primeros subíndices, ya que las únicas líneas de acción claras son las relacionadas con aquello que conocemos como patrimonio,3 y el único concepto que dicha legislación define es el de manifestaciones culturales.

El hecho de que la Declaración de Friburgo hable del “acceso a la vida cultural y la ley mexicana del “acceso a la culturano es un cambio menor, pues esta se resuelve en el entendimiento de sus facultades. Mientras el “acceso a la vida cultural” implica que una persona pertenece y es libre de desarrollarse dentro de ciertas creencias, convicciones y valores; el “acceso a la cultura” implica que ante una serie de limitaciones no se ha podido acceder a esas creencias, convicciones y valores que le son propias, considerándose a la persona como receptor de la cultura y no como co-creador de ella.

Si bien la crítica más importante a la ley, que consideramos cierta, es el relativismo conceptual y los pocos mecanismos que ofrece y regula, que ambos podemos suponer son debido a los intereses económicos posiblemente destruidos ante el pleno respeto de los llamados derechos culturales. También es importante señalar que el ámbito de la cultura es limitado, a pesar de que es negado, a las instituciones clásicas.

La Declaración de Friburgo fue creada por las violaciones a los derechos culturales, producto de las recientes guerras y “las numerosas estrategias de desarrollo que han demostrado ser inadecuadas por ignorancia a estos derechos” (Grupo de Friburgo, 2008, p. 12). Mira, a su vez, a la globalización en términos de bloques culturales o Estados nacionales que conviven de manera desigual. La LGCDC no se piensa como producto de este proceso de globalización desigual, más bien su justificación es el desarrollo económico y social que se lograría a partir de la utilización de la diversidad cultural como factor central de la política nacional.

El Senado de la República (2017) en la propuesta de ley estableció: “[…] esta diversidad es un componente indispensable para reducir la pobreza y alcanzar la meta del desarrollo sostenible, gracias, entre otros, al dispositivo normativo, elaborado en el ámbito cultural” (p. 2); demuestra dicha aseveración un argumento de autoridad4 marcado en una cita de Néstor García Canclini (2005a), donde a partir de la derrama económica y laboral provocadas por industrias como la audiovisual estadounidense: “[…] podemos dejar de concebir a los ministerios de cultura como secretarías de egresos y comenzar a verlos como fábricas de regalías, exportadoras de imagen, promotoras de empleos y dignidad nacional” (p. 2).

La diversidad no tiene que ser pensada en término de bloques culturales, donde lo rural y lo urbano, o lo nacional e internacional, se encuentran en disputa, sino que la diversidad es armónica y es puesta como elemento fundamental de nuestro desarrollo.

La propuesta de ley antes referida cita el texto El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos (2005), el cual establece que:

[…] para creer que se puede en México desarrollar una cultura original sin relacionarnos con el mundo cultural extranjero, se necesita no entender lo que es la cultura. La idea más vulgar es que ésta consiste en saber puro. Se desconoce la noción de que es una función del espíritu destinada a humanizar la realidad. Señala la necesidad de una cultura propia no “nacionalista”, sino “universal”, pero “hecha nuestra” (p. 3).

Por ahora no nos detendremos en la descontextualización de la propuesta de ley de aquello que García Canclini (2005a) y Ramos (2005) definieron en sus textos, sino en la posición de los legisladores para justificar dicha legislación en la idea de diversidad cultural como capital de desarrollo económico y social donde la globalización es marcada como hecho inevitable y positivo, en la cual México –como país– no se encuentra en desventaja, pues siempre conserva su carácter multicultural y plural que debe ser aprovechado.

Aquí podemos ver una diferencia crucial con la Declaración de Friburgo, pues en esta se reafirma la existencia de una desigualdad económica y de poder entre los diferentes actores nacionales, mientras la legislación mexicana fundamenta en dichos derechos una posibilidad de generar desarrollo económico y social. Esto está aunado a la idea de acceso a la cultura de una ley que solo genera mecanismos para la vinculación de la “identidad cultural” y la “comunidad” con el patrimonio cultural y postula los derechos de las personas en el reconocimiento y respeto de la diversidad cultural.

Con esto se muestra una serie de particularidades de nuestra legislación en la que la cultura es entendida a partir de:


Modernidad o tradición, ¿una falsa dicotomía?: visiones encontradas ante el INAH y los estudios culturales

Para el análisis de esta reforma sería ideal recordar una discusión académica que pareciera ya vieja pero irresuelta, la cual ha quedado cifrada en la política cultural de este país ante dos visiones encontradas de cómo entender la composición cultural del Estado mexicano debido a los procesos de modernización acelerados por la globalización. No definen estas la totalidad de la reforma, ni son las únicas visiones que participan en la construcción de la legislación, pero sí intervienen como parte de los corpus teóricos y argumentativos para justificarlas.

Nos referimos al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) como institución fundamental para la construcción del Estado-nación mexicano y a una política cultural de Estado; además de los estudios culturales que han logrado abrir camino en las políticas culturales nacionales, que aunque han puesto en tela de juicio varias nociones estructurales como la idea de Estado-nación, los conceptos generados sobre las relaciones culturales nacionales e internacionales han sido de especial interés para replantear el cómo narrar la diversidad cultural abrumadora, producto de los discursos democratizadores y cómo enfrentarse a una técnica que sigue cambiando los modos de producción y la forma de entender las manifestaciones culturales.


El Instituto Nacional de Antropología e Historia: de la imagen de choque a la reconciliación nacionalista

El INAH fue de los actores del sector cultural que más cuestionó y dio seguimiento al proceso legislativo a partir de su participación directa; además, editó diversas publicaciones (Diario de Campo, 2017 y Antropología, 2017) y organizó numerosos coloquios. La participación no fue solo como institución, sino que académicos y trabajadores del INAH fueron partícipes de los cuestionamientos hechos a la reforma, pues estaban en juego el reconocimiento de la personalidad jurídica y el patrimonio propio del instituto, las condiciones laborales de los trabajadores y una visión de Estado de las políticas culturales.

Cabe recordar el papel histórico de oposición que ha jugado el INAH en la transformación de las instituciones culturales iniciado a partir del mando del sistema neoliberal vigente. Dicha oposición ha sido explicada con la justificación de una institución que desde su inicio ha tenido la misión de salvaguardar los derechos de los pueblos indígenas y de preservar el patrimonio cultural de la nación, los cuales se ven afectados con la visión mercantilista de la cultura del nuevo sistema neoliberal (Cottom, 2017), pero también de una institución que ha querido mantener los privilegios adquiridos durante el siglo XX, donde la desintegración del Estado-nación, como eje rector de la política cultura, le quitaría legitimidad a su acción y autoridad (Bordat, 2011, p. 21).

La fundación del instituto se planteó bajo dos ejes: el estudio de los pueblos indígenas que habitaban el territorio mexicano y la preservación de aquellos bienes que habían sido vistos como base para la construcción de la idea del Estado-nación (López, 2017). Dos ejes que no solo marcaron la fundación del INAH, sino la construcción del Estado mexicano.

Producto de estos dos ejes, el INAH –en general la antropología mexicana– ha tenido un especial interés por los grupos indígenas y campesinos que se encuentran alejados de las grandes urbes, cuyas formas de vida se encuentran en constante choque con los procesos de modernización o fuera de ella. Se creó una figura muy común en la antropología americana marcada por una línea recta donde en el extremo izquierdo tenemos a la tradición, cuya forma más pura se encuentra en las comunidades indígenas más alejadas, y del lado derecho está la modernidad representada por megaurbes, como la Ciudad de México.5

Se han puesto muchos matices a esta línea recta, pero no se han alejado mucho de ella en cuanto al posicionamiento político que esta implica, pues la realidad que esta imagen configura es de un país en choque, en la cual la tradición se ve constantemente asediada y desgajada por la modernidad. No significa que se crea que estas comunidades han permanecido intactas a lo largo de la historia, sino que es un posicionamiento en el que se busca acabar con la subordinación política a la que estas comunidades han estado expuestas. Dicho choque permite explicar muchas de las realidades de pobreza, exclusión y desigualdad de estas comunidades, al igual que permite visualizar las diferencias históricas de posibilidad enunciativa en la configuración de su mundo.

El INAH no ha estado ajeno a la construcción de la nueva legislación, y es bajo dicha imagen que ha construido su trinchera política en cuanto a aquello que el Estado debería hacer en materia de política cultural. Nos basamos en un documento colectivo de diversos especialistas, presentado al Senado de la República, titulado Hacia una Ley General de Cultura Incluyente de los Derechos Culturales y la Diversidad Cultural. Declaración de principios de especialistas en cultura y patrimonio cultural en México (2017), el cual fue publicado en la revista Diario de Campo, donde vemos cómo una institución crea una política cultural a partir de un campo disciplinar.

En el documento podemos ver que se hace hincapié en las comunidades o grupos como poseedores y productores de la cultura. Es en ellos donde recae la responsabilidad del Estado y no en las manifestaciones culturales. La propuesta resalta como necesario “[…] regular la incidencia de los factores económicos en el ámbito cultural con el fin de salvaguardar el patrimonio cultural y la producción cultural como factores identitarios y de cohesión social” (Hacia una Ley General…, 2017, p. 126), teniendo un énfasis especial en la protección de comunidades portadoras y productoras de cultura.

En el subtítulo “Sobre los derechos para preservar y fortalecer la composición cultural de México” (Hacia una Ley General…, 2017, p. 129) se busca defender la idea de un Estado-nación pluricultural, al plantearse respetar la diversidad del Estado mexicano no hablando de la integración de las diferentes culturas, sino de la unidad de lo diverso.

Para que dicha diversidad se sostenga resulta necesario generar medidas que protejan a aquellas comunidades no contempladas en el discurso nacionalista integrador de la diferencia. Los pueblos indígenas se posicionan como actores principales de esta composición pluricultural. Lo tradicional se relaciona con la consciencia de un posicionamiento desigual no solo a nivel económico, sino de producción de conocimiento. Un terreno parejo en la capacidad enunciativa implicaría el participar o el decidir no participar en los procesos de modernización. La propuesta para mantener un Estado plural se resuelve en la idea de autodeterminación.

No es que la modernidad sea vista en términos negativos, sino con una sospecha permanente ante la: “[…] creciente homogenización provocada por la influencia de los medios masivos de comunicación e información y el consumo globalizado de bienes de origen trasnacional que pone en riesgo el devenir de la nación, su soberanía, su identidad y su diversidad cultural” (Hacia una Ley General…, 2017, p. 133).

Ante esto podemos ver una diferencia importante con la LGCDC (2017), pues la globalización es vista como un intruso que significa un “riesgo” para la diversidad

Esta visión sobre la realidad mexicana en conflicto se contrapone a una que sigue fundamentada en la unidad del Estado-nación como unidad identitaria en la cual se aboga por el reconocimiento de: “[…] un patrimonio cultural reconocido por todos” (Hacia una Ley General…, 2017, p. 132). La visión de un país en constante conflicto se contrapone un Estado garante de paz social e identidad nacional. El documento de investigadores del INAH no ve al Estado como árbitro mediador, sino como “aquel […] que lleva a toda población conocimientos, habilidades y valores culturales e identitarios necesarios para forjarse como una nación libre, independiente y soberana” (p. 131).6

La idea de autodeterminación se contrapone a la de un Estado garante de identidad nacional. Es aquí que podemos ver ciertas coincidencias con la LGCDC (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017), en tanto que son las instituciones las portadoras de la cultura llamada nacional, la cual pareciera ser la única capaz de otorgarle al sujeto la posibilidad de garantizar su soberanía e identidad.

Globalización e industrias culturales son temas que tienen que ir de la mano a la hora de hablar de políticas culturales. El documento hace un llamado a la definición de industria cultural para regularse y distinguirse de otros tipos de producciones culturales. Al verse la globalización y la modernidad con sospecha la figura de las industrias culturales aparece como uno de los riesgos a los cuales nos enfrentamos en materia de política cultural, aunque se reconoce que hay ciertas industrias importantes: “Las industrias culturales nacionales, de contenido social y que sean importantes para la identidad nacional, la cohesión social y la construcción de la paz, aunque son importantes para la dinámica económica, deberán contar con medidas de salvaguarda frente a la asimetría del comercio mundial” (Hacia una Ley General…, 2017, p. 134).

¿Cómo establecer el criterio “importante” para la identidad nacional, la cohesión social y la construcción de la paz? Es decir, el Estado como mediador y promotor oficial de la cultura nacional solo debe salvaguardar aquello que lo reafirma. El tema de las industrias culturales es un tópico difícil para instituciones gubernamentales por los intereses económicos que se juegan y, en el caso del INAH por una revisión profunda sobre sus preceptos nacionalistas que ponen en duda su autoridad patrimonial; que contrasta con la visión de una diversidad cultural en choque, a la cual dice querer salvaguardar, pero que se quiere enmarcar, a las industrias culturales, en la misma dinámica que los sitios arqueológicos.
        

Néstor García Canclini: cuestionamientos y permeabilidad de los estudios culturales

Néstor García Canclini es representante de los estudios culturales interesados en la política cultural mexicana; además es un crítico importante de la visión que representa el INAH y ha encontrado un estante en las instituciones gubernamentales, en parte por ser uno de los investigadores que complejizó los problemas de la globalización y la masificación de la cultura en nuestro país y propuso un entendimiento distinto de las relaciones culturales para todo el continente.

El párrafo citado en el segundo apartado de este artículo como justificación de la reforma del Senado de la República para la presentación de la LGCDC demuestra la importancia de García Canclini para el sector público y su recepción un tanto extraña, pues inmediatamente después de la cita utilizada por el Senado, de una conferencia dada por el académico en el Banco Interamericano de Desarrollo, la cultura se advierte como un vehículo de desarrollo “[…] para atraer inversiones, generar crecimiento económico y empleos” (Senado de la República, 2017, p. 2).

Este mismo teórico afirma que la desigualdad es provocada por las diferencias sociales de producción y consumo, producto de la desregulación del mercado que no permite una misma participación. Afirma: “[…] la clave es que las políticas garanticen la diversidad cultural e intercambios más equitativos entre las metrópolis con fuerte control de los mercados y los países con alta producción cultural, pero económica y tecnológicamente débiles” (García Canclini, 2005a, p. 2).

García Canclini (2005b) ha insistido en la importancia de la inclusión de las industrias culturales en las políticas del Estado mexicano, haciendo un llamado constante a notar la creciente urbanización y las nuevas formas de relación que desterritorializan la forma como anteriormente eran estudiadas las relaciones y las composiciones culturales, las cuales se han traducido en cambios materiales y simbólicos en las formas como es entendida la cultura.

La globalización y la modernidad son vistas como condiciones base de las actuales sociedades latinoamericanas. García Canclini expone que se deben reconocer los beneficios y no solo las pérdidas de este proceso, donde una simple dualización entre modernidad y tradición no explica los procesos de recomposición cultural producto de las nuevas formas de comunicación, pues a pesar de la influencia de los grandes actores económicos no se han eliminado las tradiciones locales, lo cual hace necesario fijarse en el diálogo entre lo local y lo global.

Al ser vista la modernidad como condición base en la cual todos estamos inmersos y donde la composición cultural es advertida no como fuerzas culturales en oposición, sino como una desigualdad social económica y de producción de conocimiento que no permite participar a todas los grupos por igual, cambia no solo la imagen de un proceso cultural en choque, sino también el camino de las políticas culturales y el papel del Estado-nación, pues mientras uno privilegia la creación de mecanismos para la protección y la autodeterminación de las comunidades, el otro busca ofrecer los medios para que todos puedan participar del proceso de modernización, y el Estado será mediador ante los actores hegemónicos y locales para no permitir que sean los primeros quienes dominen el diálogo. “Todos tienen cultura, el problema es quiénes pueden desarrollarla” (García Canclini, 2005a).

Ambas posiciones parten de un sujeto de estudio distinto, mientras la posición de especialistas del INAH surge del distanciamiento de la urbe, el planteamiento de García Canclini (2003) procede principalmente de ella. En uno de sus textos intenta marcar las tensiones entre los estudios culturales y la antropología, exponiendo que la trinchera en lo tradicional se explica como dispositivos históricos de exclusión social, económica y cultural que preserva procesos de idealización y tradicionalismo, donde se apoyan los fundamentalismos (García Canclini, 2003, p. 43). El tradicionalismo solo es una ficción política ideológica, donde: “[…] el antropólogo sería una especie de defensor científico del realismo mágico, de quienes creen hallar en el macondismo nuestro modo peculiar de lograr algo en las competencias internacionales” (García Canclini, 2003, p. 40).

Esta preservación de lo tradicional fundamentalista empata con la protección del patrimonio cultural en el caso del INAH, pues simplifica las complejidades históricas y la diversidad cultural al decir que pertenece a todos sin hablar de las diferentes apropiaciones de ese patrimonio, sin decir que su legitimación implicó el desvanecimiento de muchos otros. García Canclini (1989) cuestionó el papel del Estado como aquel que permite al ciudadano acceder a su historia e identidad y muestra esos lugares clásicos (monumentos arqueológicos, museos, etcétera) como escenarios que hacen desvanecer la complejidad contemporánea de la hibridez (pp. 149-180).

Este autor ve el término hibridez desde los noventa como un concepto que le permite articular las nuevas variables contemporáneas, en las cuales las categorías como mestizaje o sincretismo habían sido rebasadas por procesos de modernización; advierte en el término la capacidad de aglutinar aquellas variables no contempladas, producto de la globalización como desterritorialización, urbanidad creciente, medios masivos de comunicación y migraciones no contempladas en la dupla tradición-modernidad. 

Néstor García Canclini ha sido un autor que ha tenido gran asimilación en los grupos de poder al pertenecer al consejo asesor de la nueva Secretaría de Cultura. Es parte de las discusiones de la UNESCO, donde ha criticado severamente la idea de patrimonio mundial o la participación del Banco Interamericano de Desarrollo, pero realmente ha tenido poco impacto en las políticas culturales. Tenemos una nueva reforma en materia cultural que limita los mecanismos de acción a lo patrimonial, y sigue reafirmando la división que desde los noventa llamaba la atención (García Canclini, 1989, pp. 65-90), sobre la redistribución de los papeles del Estado que sigue enfocado casi, exclusivamente, a preservar, proteger y difundir símbolos que aglutinen esa identidad nacional, y una iniciativa privada que controla casi en su totalidad los nuevos espacios de creación y comunicación, sin unos límites claros sobre su acción.

Me parece que esta asimilación extraña, a medias, es producto de la imagen de análisis que provocan sus categorías. Algo que ya habían llamado la atención autores como Antonio Cornejo Polar (2002), con la categoría de hibridez, y que regresa ahora como un fantasma que siempre estuvo ahí para ofrecer: “[…] imágenes armónicas de lo que obviamente es desgajado y beligerante, proponiendo figuraciones que en el fondo sólo son pertinentes a quienes conviene imaginar nuestras sociedades como tersos y nada conflictivos espacios de convivencia” (p. 867).

Esta imagen de análisis aunada a una desigualdad que usualmente se traduce en política a una falta de modernización. El reducir la visión dualista a trincheras políticas fundamentalistas y macondismos sin sentido. El augurar el desvanecimiento de los nacionalismos –tan anhelado por sectores académicos, pero tan poco visible– e insistir en la idea de agencia en los procesos de globalización, que constantemente refiere al irremediable cambio de la tradición, impide ver algo que los llamados fundamentalistas les parece irrenunciable: la participación de varias lógicas de ver el mundo que se encuentran en disputa. El proyecto moderno no transformó las otras lógicas a partir de un diálogo de iguales, sino que se impuso, desgajó y sigue desgajando muchos modos de ver y de crear.

Es esta imagen que diluye la diversidad de modos de ver al insistir en las desigualdades de modernización y en los procesos de globalización, por la cual el trabajo de García Canclini es tan atractivo para las políticas culturales estatales y los organismos internacionales, pues la diversidad cultural es vista como mestizaje o hibridez, donde las lógicas de violencia de la modernidad son cubiertas por problemáticas de desarrollo.

No parece haber una confrontación directa entre las dos visiones en la reforma aquí estudiada, ni es tan clara la participación del segundo marco en la discusión de la reforma más que a partir de las referencias hechas al autor en la justificación de la propuesta del Senado y su participación en el consejo asesor de la Secretaría de Cultura.

Como podemos ver en la reforma, las industrias culturales no juegan un papel relevante, y el del Estado-nación como aquel que garantiza el “acceso a la cultura” es contrario a lo pensado por García Canclini (2005a); no obstante, la idea de modernización, el intento de incentivar el acceso a la cultura de las comunidades desplazadas y la visión de una diversidad, la cual está lejos de estar en conflicto, pero sí mezclada, podrían ser propias de esta visión. No nos interesa pensar solo en una lógica de copia y pega, sino en la permeabilidad que han tenido dichos marcos de referencia a pesar de ser citados en la justificación de la legislación.

Es claro que hay un cambio en la política cultural, hecho evidente hace ya tiempo, con el posicionamiento contrario del INAH respecto de la política cultural estatal; sin embargo, se ha volteado el timón al replantearse el nacionalismo y la visión de Estado propia del siglo XX ante la lógica de una democracia que dice representar a todos. Esta representación tiene que ser armónica para sostenerse en la unidad del Estado-nación, y continúe la autoridad de sus instituciones políticas como mediadoras y portadoras de nuestra cultura, donde los choques culturales solo sean producto de problemas de desarrollo económico, político y social, y no de un Estado-nación moderno que no genere las condiciones para un diálogo de los diferentes modos de ver la cultura, y que se la pasa nombrando y marcando el territorio de esa diversidad que dice representar.


Los límites de la cultura: el caso de las radios comunitarias

Llama la atención la ausencia de las industrias culturales en la nueva LGCDC (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2017), a pesar de ser tema central en cualquier política cultural contemporánea. Se ha mencionado el posicionamiento del documento de investigadores del INAH en torno al tema, y la agenda de Néstor García Canclini (2001) para convertirlo en tema principal de política cultural al ser consideradas las industrias culturales como actores predominantes en la creación de la esfera pública. Incluso el Senado de la República (2017) en su propuesta de ley busca impulsar el desarrollo de la industria cultural, estableciendo incentivos fiscales, aunque no su regulación.

Si bien el reconocimiento de los derechos culturales parte de la problemática de un ejercicio desigual de estos, la ausencia de uno de los temas que más los vulnera confirma la visión estatal de una composición cultural armónica, la cual no ha sido vulnerada por las dinámicas del mercado donde muchas comunidades están claramente en desventaja.

Es importante recordar que las industrias culturales no son solo las grandes empresas nacionales o internacionales, sino que también son parte de proyectos de alcance más cortos, pero significativos para la creación de espacios locales que permitan lugares alternativos de representación y participación como las radios comunitarias. El ejercicio de los derechos culturales debería garantizar la permanencia de dichos espacios.

Aunque en esta legislación se le otorga a la Secretaría de Cultura el cumplimiento de los derechos culturales, es en la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión donde se regulan algunas de estas industrias. A diferencia de la reforma tratada en este trabajo, aquella en Telecomunicaciones (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2014) fue una ampliamente discutida y criticada, pero pasó con una mayoría en ambas cámaras de las diferentes corrientes partidistas.

Sin duda el cambio provocado por esta reforma ha sido trascendental al disminuir la hegemonía de actores preponderantes en diversos sectores de telecomunicaciones, pero la entrada de nuevos actores es limitada a aquellos que tengan el capital económico para hacerlo. En la reforma en Telecomunicaciones se creó una figura muy particular producto de luchas por el reconocimiento de las llamadas radios comunitarias, las cuales fueron catalogadas en la nueva ley como concesiones de uso social. Son descritas de la siguiente manera:

Para uso social: confiere el derecho de prestar servicios de telecomunicaciones y radiodifusión con propósitos culturales, científicos, educativos o a la comunidad sin fines de lucro. Quedan comprendidas en esta categoría las concesiones comunitarias y las indígenas, así como las que se otorguen a instituciones de educación superior de carácter privado.

Las concesiones para uso social-comunitario se podrán otorgar a organizaciones de la sociedad civil que no persigan ni operen con fines de lucro, y estén constituidas bajo los principios de participación ciudadana directa, convivencia social, equidad, igualdad de género y pluralidad.

Las concesiones para uso social indígena se podrán otorgar a los pueblos y comunidades indígenas del país de conformidad con los lineamientos que emita el Instituto, y tendrán como fin la promoción, desarrollo y preservación de sus lenguas, su cultura, sus conocimientos promoviendo sus tradiciones, normas internas y bajo principios que respeten la igualdad de género […] (Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, 2014, p. 37).

Las críticas de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias en México no se han hecho esperar, pues las limitaciones de dichas concesiones son dolorosas al marcar la línea de los contenidos de las radios comunitarias indígenas como reproductoras de la tradición que disminuyen su capacidad de autosustentabilidad, al no permitirse comercializar sus espacios, pues su competencia es calificada como “competencia desleal” (Zavala, 2014).

Una lucha de las comunidades por tener un reconocimiento legal termina en la asfixia de sus contenidos y de su posibilidad de financiamiento, a partir de actores privados como establecimientos comerciales de la comunidad, limitando su capacidad de crecimiento (Siscar, 2014). Es el Estado el que está obligado a financiar a estas radios comunitarias y tiene la posibilidad de cerrarlas, ya que se han generado mecanismos que permiten la penalización de las radiodifusoras hasta con el encarcelamiento o retiro del equipo a partir de las denominadas radios pirata (Aristegui, 2017).

Las transformaciones legislativas son preocupantes, pues son pocas las radios comunitarias que tienen permiso para transmitir. La penalización tan alta a la cual pueden ser acreedores, no invita a su crecimiento, sino al igual que el lineamiento de sus contenidos y su incapacidad de financiamiento privado asfixian cada vez más la figura de concesión de uso social.

El lector podrá observar las contradicciones tan claras que salen a la luz a partir de este caso: la Secretaría de Cultura, a partir del Programa Especial de Cultura y Arte (2014-2018), expone fomentar la diversidad cultural y proteger los derechos culturales. La cultura es entendida en el marco de festivales, simposios, producción de libros, producciones musicales o programas de rescate del tejido social. El entendimiento amplio de la cultura que denota la implementación de la figura de los derechos culturales en la legislación pareciera verse limitado por los ámbitos que competen a la Secretaría de Cultura.

Algo que debemos estar conscientes es que la política cultural no solo atañe a los ámbitos gubernamentales. Cada uno de los programas culturales deben ser analizados en sus particularidades, pues la lista de actores que participan en su ejercicio son de una diversidad enorme con objetivos que no siempre empatan con la visión de la política cultural estatal.

Con el caso de las radios comunitarias brotan las limitaciones institucionales impuestas al concepto de diversidad cultural, pues es limitada a ciertos espacios que bajo la etiqueta de culturales o identitarios parecen neutralizar su libertad de expresión y capacidad política. La diversidad cultural es importante cuando hablamos de identidad nacional, de exposiciones artísticas, de la preservación de nuestros pueblos indígenas, de las declaratorias de patrimonio mundial material e inmaterial; sin embargo, cuando se presenta una figura como las radios comunitarias, que no está cifrada por el término cultura y tiene posibilidades de expresión fuera del campo que la administración federal delimita a la cultura se asfixia y condiciona a la subvención del Estado.


Conclusiones

Cuando la Declaración de Friburgo (2008) resaltaba la importancia de los derechos culturales pensaba en la generación de mecanismos integrales en la administración pública; su reconocimiento es muy importante para nuestro país, no solo por las presiones internacionales, sino por las luchas internas que han ido en una dirección semejante. Aquí se presentó el caso de la presión del INAH para que se legislara a favor de ellos, pero podríamos hablar de diversos momentos históricos y grupos que desde fuera de la academia han exigido el respeto y protección de sus formas de pensar y su participación en la construcción de comunidad.

Decidimos hablar desde la academia no solo porque es el campo de conocimientos de donde provenimos, sino porque es una reforma que tiene gran influencia de las instituciones que han integrado el sector cultural de este país y los debates en torno a este. Gran parte de las limitaciones de la reforma están en la exclusividad de la participación en consejos de asesores, donde por ejemplo no existió representación de alguno de los pueblos indígenas a pesar de ser actores protagónicos de la disputa.

Los límites del sector cultural se encuentran en la delimitación de sus instituciones. Al ser el Estado quien encarna la cultura e identidad mexicanas y donde se ofrece el acceso a ella, no permite advertir que los derechos culturales van más allá de una secretaría cuyo ámbito está enfocado a las manifestaciones culturales y a su vinculación con ellas.

La imagen de un país de una diversidad armónica justifica el modelo de Estado-nación moderno, donde las diferencias culturales pueden ser resueltas a partir del desarrollo económico y social. Sin embargo, en vez de que el Estado sea pensado como un mediador para generar un diálogo entre los diferentes actores, se delimitan las acciones culturales a partir de un movimiento vertical, donde se señalan espacios y cifran la diversidad de opiniones bajo la etiqueta de “cultural”. Así, la pluriculturalidad del Estado-nación se enmarca en la unidad de la democracia y se capitaliza como posición hacia el exterior, mientras que al interior el ejercicio de los derechos culturales, en la conformación de esa democracia, no es tan claro.

El rumbo de las políticas culturales estatales pareciera, a veces, prometer un gran cambio en tanto que la integración de conceptos como los derechos culturales en la legislación implicaría una vuelta en la orientación neoliberal de la política cultural, principal eje a partir del cual ha sido analizada la restructuración del sector cultural. Sin embargo, la forma de integración de dichos conceptos en la legislación, con ambiguos mecanismos de acción, hace dudar sobre su eficacia, pues estos son ceñidos a un aparato institucional que históricamente ha utilizado al sector cultural como promotor del proyecto de Estado-nación, donde finca gran parte de la proyección de esos valores neoliberales, que tendría que ser forzado a regular, ante el pleno ejercicio de los derechos culturales que busca garantizar.


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1 Rodríguez Barba (2009) afirma que el Estado mexicano se inclina por la segunda visión al añadirse a la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales. Sin embargo, hay acciones como la nula mención del sector cultural en el Tratado del Libre Comercio, donde se pone en duda esta inclinación que el Estado manifiesta en sus posicionamientos ante la UNESCO. Como lo señala Elodie Bordat (2011) la rectificación de esta declaración no implica un cambio en la orientación de la política cultural.

2 Recordar que dicha figura ha cobrado una gran presencia por diferentes comunidades indígenas mexicanas, las cuales han llevado sus casos a medios y organismos internacionales. Si bien la ONU ha servido como filtro ante las demandas de estas comunidades indígenas resulta importante subrayar que dicha figura tiene precedentes en nuestro país.

3 Pienso en pocas de las acciones claras como: la figura extraña de vales culturales que no está bien definida; la obligación de realizar eventos artísticos en lugares públicos; la protección, investigación promoción y difusión a nivel internacional y nacional del patrimonio cultural; el aprovechamiento y financiamiento de infraestructura cultural o de la integración de tecnologías de información para programas como el Sistema de Información Cultural.

4 Aquello que abunda en la propuesta de ley son las argumentaciones en la cuales no se basan en estudios previos, sino en argumentos historiográficos o de autoridad, los cuales hacen notar que los cambios en el sector cultural no son pensados a partir de un análisis previo de la realidad nacional.

5 Estamos conscientes de la simplificación que dicha imagen significa sobre las posiciones antropológicas respecto al entendimiento de la cultura; sin embargo, se propone ver dicha conceptualización, ya rebasada por los estudios antropológicos, como una imagen de fondo en la que se configura un modo de ver la composición pluricultural del Estado mexicano.

6 Por eso la argumentación de varios actores del INAH sobre la vinculación entre cultura y educación es tan poco apoyada por otros actores, pues dicha relación posiciona la identidad nacional sobre el análisis crítico, hace una mayor referencia a la idea de acceso a la cultura que al diálogo de imaginarios que propicie un entendimiento de nuestro presente.