Año 5, número 9, julio-diciembre 2020
¿Modelos clásicos como patrimonio cultural público?
Arquitectura y escultura en Santiago y Buenos Aires (1850-1920)
Classical models as a public cultural heritage? Architecture and sculpture in Santiago and Buenos Aires (1850-1920)
Ana Francisca Viveros González 1
Universidad de Santiago de Chile, Chile
Resumen
Este artículo tiene la finalidad de evidenciar que durante 1850 y 1920 los modelos clásicos se resignificaban por medio de la arquitectura y la escultura en ciudades como Santiago y Buenos Aires, y que mediante estas manifestaciones en el espacio público se impone un pensamiento elitista, así como un patrimonio cultural público amparado en la segregación y la occidentalización de la estética de la ciudad. Con esto se aprecia cómo el centro de las ciudades se instala como un eje y un sustento de conjuntos visuales, que facilitan la disposición de la estética clásica; asimismo, se demuestra que los modelos clásicos son instalados de forma conspicua y atemporal. Una relectura de estas resignificaciones, o de los modelos clásicos en el espacio público, favorecerá una comprensión más culturalista y contextualista de la historia de las dos ciudades latinoamericanas contempladas en este estudio.
Palabras clave
Espacio público; estética clásica; patrimonio cultural; Santiago; Buenos Aires.
Abstract
It’s pretended to show that between 1850-1920 the classical models are resignified by architecture and sculpture in cities like Santiago and Buenos Aires, and with those manifestations in the public space an elitist posture is set on but also the public cultural heritage is covered by segregation and westernization of the cities aesthetic. There for, it shows how the center of the cities is installed as an axis and supports the visuals that ease up the disposition of the classical aesthetic, but also that the classical models are installed in a conspicuous and timeless way. A rereading of this resignifications or of the classics in the public space will help to a more culturalist and contextualized understanding in the history of the two Latin-Americans cities.
Keywords
Public space; classic aesthetics; cultural heritage; Santiago; Buenos Aires.
DOI: https://doi.org/10.32870/cor.a5n9.7358
[Recibido: 10/10/2019; aceptado para su publicación: 25/04/2020]
Análisis de los modelos clásicos en Latinoamérica
El primer análisis de los modelos clásicos se realizó en 1872 en Europa (García Jurado, 2016, p. 12); posteriormente, esta concepción llegó a Latinoamérica y evidenció que las representaciones de lo clásico son incorporadas de manera extemporánea a la cultura latinoamericana, que es principalmente mestiza. Lo anterior se debe a que –de acuerdo con la categorización de García Jurado (2016)–, los elementos de la tradición clásica que son resignificados desde la óptica latinoamericana no pueden entenderse como legado, herencia o pervivencia, influencia o recepción; es decir, Latinoamérica no es heredera legítima de esta tradición de manera directa, por lo que no forma parte de su historia.
Previo a la instalación de la tradición clásica, el neoclasicismo se permeaba de manera particular en la arquitectura monumental, como en la Catedral de Santiago, la Casa de Moneda o su antiguo Cabildo y la Recova de la carne o la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, en Buenos Aires.
De acuerdo con Candelaria Ureta Sáenz Peña (2009), el neoclasicismo en Argentina “se manifiesta hasta mediados del siglo XIX” (p. 65), y podría decirse lo mismo en relación con Latinoamérica; sin embargo, en Buenos Aires y en Santiago se han construido edificios con arquitectura neoclásica en diferentes períodos: la Facultad de Ciencias económicas de la Universidad de Buenos Aires (1913) y el Palacio de Tribunales de Justicia de Santiago (1905-1930) son ejemplos de esto. Por lo anterior, cabe preguntar ¿cómo se cruza lo neoclásico con la tradición clásica? y ¿cuándo esta estética se entiende como patrimonio cultural público?
Podría aducirse que los componentes simbólicos y materiales de las culturas griega y romana son manipulados y reinstalados extemporáneamente, lo que evidencia una estética clásica, que se permea mediante el neoclasicismo, la tradición clásica y la perpetuación de los clásicos como un patrimonio universalizable. Esto se debe a la versatilidad de lo clásico, pues hay múltiples formatos performativos y tradicionales que convergen en este modelo (Gadamer, 1977) . En la significación de lo clásico se representa una dimensión sincrónica y diacrónica que se “activa” en el uso efectivo del lenguaje, así como en la apreciación de la arquitectura y la escultura, en la visualidad.
Ergo, hay una tradición clásica que se ha reactivado durante las últimas décadas del siglo XIX en Latinoamérica, que fomenta una instalación tardía –si se quiere– de edificios con un estilo clásico y neoclásico. Por lo tanto, lo clásico sería entonces una invención –desde la lógica de Hobsbawm (2000) y Anderson (2011)– instalada por las élites en la arquitectura y la escultura pública de algunos de los edificios más importantes del centro de cada ciudad. Esto permitía embellecer la ciudad y naturalizar la estética clásica como patrimonio cultural, con lo que se perpetuaba un orden y una armonía occidentalizada o, mejor dicho, una occidentalización de la cultura.
Por lo anterior, la hipótesis postulada en esta investigación es que en el espacio público se representa la influencia de modelos clásicos mediante la construcción de edificios y esculturas, que cumplen el propósito de demostrar las ideas de progreso, estabilidad, belleza y armonía, reflejadas por las élites de las ciudades en las que se encuentran. El progreso se emparenta con las ideas nuevas traídas desde una “nueva” Europa, republicana y democrática, que permitía anclar al germen de Occidente, a través de un discurso coherente. Esto favorecerá la propulsión de un ideal de civilidad, de orden y del buen funcionamiento de la ciudad.
Así pues, las representaciones de lo clásico se relacionan con un discurso cultural y político, que es determinado por las élites, las cuales intervienen en la construcción y el diseño urbanístico de los espacios públicos privados de las ciudades. Estos símbolos se sitúan por encima de las diferencias políticas y sociales que puedan desarrollarse en Buenos Aires y Santiago, lo que demuestra la transversalidad de lo clásico como base constitutiva de las naciones.
El fortalecimiento del imaginario eurocéntrico2 no enfrenta la realidad social, económica y cultural de los otros sectores. Al construir una ciudad idílica (Cid y San Francisco, 2009), se genera un paisaje impuesto que hace invisible la desigualdad socioeconómica, la discriminación en el ámbito cultural y el control del poder político; es decir, existe una especie de “gestión cultural” en torno a lo clásico, considerado este como instalado en el espacio público –y patrocinado por hombres públicos–, que se esboza como un “agente de cambio y de transformación social” (Vich, 2014, p. 59). La imposición de este patrimonio cultural público se instala como algo transversal para la ciudad: como si todos los ciudadanos habitaran el espacio público de la misma forma. En consecuencia, de acuerdo con Prats (1997), es una “invención” de patrimonio, porque se naturaliza la idea de los clásicos representados a través de la escultura y la arquitectura en el espacio público, y se convierte en algo cotidiano para los transeúntes.
Por lo tanto, se propone considerar a los clásicos desde una perspectiva distinta que se despoje, en la medida de lo posible, de la lógica euro y etnocéntrica (Santos Herceg, 2005), a fin de que, desde un ámbito integral, interpretativo e interdisciplinario, pueda observarse un problema histórico atravesado por lo político, lo social, lo cultural, lo urbanístico y lo económico; para promover, además, la idea de “desculturizar la cultura” (Vich, 2014). El propósito de esto es entablar una discusión en torno a las diversas apropiaciones de los clásicos que se instalan en el espacio público.
Aclaraciones conceptuales y teóricas
El concepto de lo público y la noción del espacio público se relacionan desde una esfera política y urbana, pues en la ciudad se articula y evidencia el espacio desde una construcción y normatividad políticas. De acuerdo con Arendt (2009), lo público comprende dos fenómenos cercanamente vinculados: el primero “significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible” (p. 59); el segundo “significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él” (p. 61).
En otras palabras, es un espacio de trascendencia, pues supera el tiempo vital de los seres humanos y representa un espacio común normado, diferenciado de lo privado, y en el que se ejerce la categoría de ciudadano. Asimismo, el espacio público “es una categoría que carga con una radical ambigüedad: nombra lugares materiales y remite a esferas de la acción humana en el mismo concepto; habla de la forma y habla de la política, de un modo análogo al que quedó matrizado en la palabra polis” (Gorelik, 2010, p. 19).
Lo anterior tiene relevancia debido a que en el espacio público se permea la discusión respecto al patrimonio cultural público o, mejor dicho, lugares que cristalizan las imposiciones de las élites y que, posteriormente, se convierten en espacios conmemorativos patrimonializados.3
El patrimonio cultural, en tanto concepto, es también dinámico y subjetivo, pues depende de los valores que la sociedad atribuye a determinados objetos. En consecuencia, “[l]a visión restringida, singular, antigua, monumental y artística del patrimonio del siglo XIX será superada durante el siglo XX con la incorporación del concepto de valor cultural” (IAPH, s/f). Esto evidenciará, de acuerdo con Ledesma (2006), que hay bienes culturales legitimados científicamente y activados por el Estado, y otros que son apropiados por los pobladores.
El patrimonio cultural, entonces, “no es espontáneo, sino que, muy al contrario, es parte y resultado de la interacción del ser humano con sus semejantes y con su entorno, un artificio de su creación y, por tanto, reversible y dinámico” (García López, 2008, p. 2); por esto, “la simbolización del patrimonio no era un hecho indiferente para el poder. Se deducía de él un proyecto político del cual se derivaron políticas educativas y culturales muy elaboradas” (Nivón, s/f).
Así, las élites pretenden establecer un sentido forzado de identidad, sin reconocer que “diversos grupos se apropian en formas diferentes y desiguales de la herencia cultural” (García Canclini, 1993, p. 17). Por tanto, existe una normatividad que se traspasa por medio de la estética impuesta en el patrimonio cultural público, en la medida en que son los edificios más importantes de ambas ciudades, Buenos Aires y Santiago, los que simbolizan las representaciones clásicas.4
No es azaroso, en esa lógica, proponer el período de 1850 a 1920, pues durante la segunda mitad del siglo XIX –a diferencia de lo que percibe Ureta Sáenz Peña (2009)– se erigían edificios y espacios cargados de una estética clásica. Después de 1920, las vanguardias jugaron otro rol en las resignificaciones de lo clásico, y tuvieron menor presencia en la arquitectura y en la construcción urbanística de los espacios públicos. En el ámbito político, de forma paulatina, se integraron los sectores más bajos de la sociedad, que se contraponen a una élite que engloba tanto a la antigua aristocracia terrateniente como a una oligarquía enriquecida por los auges económicos derivados de las exportaciones de materias primas.
La configuración del espacio público entre 1850 y 1920 se encontró en manos de esta élite que dominaba la esfera y el patrimonio públicos.5 Esto implica más que un ejercicio político, ya que desde la esfera privada ejercen –imponen y definen– esta “visualidad”, que encubre los espacios públicos de las ciudades mencionadas. En consecuencia, estos son también “espacios de lucha” y de representación de la desigualdad, como advierte García Canclini (1990; 1993).
Esta situación se puede observar en varias ciudades de Latinoamérica; sin embargo, Santiago y Buenos Aires han sido elegidas debido a que constituyen ejemplos más evidentes y conocidos para considerar el centro con una lógica de conjunto; asimismo, el corpus determinado permite una equidistancia entre los edificios con estética clásica que, dispuestos en un mapa, facilitan la comprensión de la lógica impuesta por la élite. No se trata de una comparación entre ambas ciudades, se pretende demostrar que hay elementos comunes y transversales, a pesar de las diferencias políticas y físicas de cada territorio.
Los puntos en común entre ambas ciudades son las élites y sus redes de poder, la imposición de la estética clásica y su indolencia frente a los sectores populares; las diferencias suceden por cuestiones territoriales y coyunturales: una es una cuenca y la otra una pampa. El federalismo argentino contrastará con el centralismo chileno y, en el caso de Argentina, la gran inmigración (particularmente italiana), iniciada a mediados del siglo XIX, fomentó esta reinstalación de lo clásico en la estética de la ciudad, lo que determinó, incluso, la “arquitectura popular –sobre todo residencial–” (Gutiérrez, 2004, p. 21).
Se percibe que las élites comparten una apropiación similar de la estética clásica y la emplazan de manera comparable dentro de ambas ciudades, a pesar de sus diferencias. Podría advertirse que no se trata solamente de una cuestión de colonialidad del saber –como diría Quijano–, sino también de una forma de naturalización de un patrimonio desarraigado y que impone una falsa herencia occidentalizante.
Estos modelos clásicos resignificados son múltiples, conspicuos y aparecen en diversos horizontes. En este caso, la sociedad latinoamericana del siglo XIX “se autopercibía como europea” (Zamorano & Herrera, 2016, p. 22), y pensaba que los contenidos de su discurso progresista radicaban en Europa; sin embargo, no toda la sociedad pensaba de igual manera. Es decir, hay un modelo impuesto e idealizado que justifica una perspectiva eurocéntrica en nuestra cultura y patrimonio.
Europa, que fue construida por las élites como un punto de referencia, se situaba en Francia, Inglaterra o Italia. A través de estos territorios se rememoraba el pasado clásico, en el que los referentes culturales establecían y definían los modelos estéticos basados en las ideas políticas y sociales que culminaron en la transformación de las ciudades europeas en el siglo XIX.
El París de Haussmann, en este sentido, inspiraba a las grandes ciudades latinoamericanas. En ese momento, el interés principal era elevar el espíritu de cada nación a partir de un desarrollo urbanístico que modelara las ciudades con características europeas, capaces de adaptarse a dinámicas por completo locales y diferenciadoras. De acuerdo con Cristi y Ruiz-Tagle (2006): “El poder político, situado en la práctica del constitucionalismo republicano, asoció el modelamiento de la ciudad a una tarea política y discursiva”, lo que generó una historia relacionada de manera simbólica con el republicanismo grecorromano; es decir: los valores y los conceptos de los clásicos grecorromanos tuvieron el rol de referentes políticos, éticos y estéticos, en primer lugar, para las potencias europeas y, en segundo, para los países latinoamericanos.
Así, se puede argumentar que “[l]a oligarquía construyó paseos acordes con su estilo de vida, y constituyó nuevos espacios de sociabilidad en torno a ellos, transformando así el concepto de lo público” (Aguirre & Castillo, 2002, p. 3). Esta definición se enriquecería y ampliaría posteriormente debido a que el arte se exterioriza hacia el espacio público pues, para los “gobernantes del turno y patrocinadores burgueses, el arte no sólo debía ser una expresión de valores sino una fuente de valores” (Lacarra y Giménez, 2003, p. 15). Estos principios, que estaban bajo el resguardo de los modelos eurocéntricos, eran dirigidos “al público cautivo y oportunista de los ciudadanos” (2003, p. 15), así como al amplio contingente de los excluidos.
En consecuencia, la modernidad es “vista entonces como una máscara. Un simulacro urdido por las élites y los aparatos estatales, sobre todo los que se ocupan del arte y la cultura, pero que por lo mismo los vuelve irrepresentativos e inverosímiles” (García Canclini, 1990, p. 20). Esta “imposición” se entiende como la instalación de lo que Bourdieu denominó capital cultural, el cual se relaciona con una “lucha simbólica entre las clases y fracciones de clases”, pues la cultura legítima –asociada a la tradición y la élite– se cruza con la cultura de lo popular.
García Canclini explica que “[l]os desajustes entre modernismo y modernización son útiles a las clases dominantes para preservar su hegemonía, y a veces no tener que preocuparse por justificarla, para ser simplemente clases dominantes” (1990, p. 67). Esta imposición la realizan mediante la cultura escrita, la mantención de la diferencia entre arte y artesanía, la dominación de los circuitos simbólicos (museos, palacios, entre otros) y la legitimación de que el arte es contemplación. Parte de esta legitimación se realiza por medio de la exaltación del patrimonio como “fuerza política” teatralizada, por medio de conmemoraciones, instalación de monumentos, museos, etcétera.
Debido a lo anterior, lo culto continuó relegado a un grupo hegemónico, y la cultura se elevó como una forma de apropiación visual, en tanto que el pueblo analfabeto no puede ingresar a los círculos de poder o de tradición. Estos grupos convierten el patrimonio cultural en un elemento perdurable de este proceso, ya que aunó el “conjunto de símbolos sagrados, que condensan y encarnan emotivamente unos valores y una visión del mundo” (Prats, 2005).
Visibilizar a los clásicos para nuestro locus
La metodología propuesta se sustenta en un corpus de diez edificios de cada ciudad, para Santiago se consideraron: Museo Nacional de Bellas Artes (1910), Congreso Nacional (1876), Palacio de Tribunales de Justicia (1905-1930), Teatro Municipal (1873-1906), Academia de Pintura (1849), Biblioteca Nacional (1925), Club de la Unión (1925), Universidad de Chile (Casa Central) (1872), Museo Nacional de Historia Natural (1876) y Club Hípico (1923); para Buenos Aires: Museo Nacional de Bellas Artes (1895), Facultad de Ciencias Médicas UBA (1908), Sociedad de Estímulo de Bellas Artes (1876), Nuevo Teatro Colón (1857), Palacio de Justicia de la Nación (1910), Sociedad Hípica (1899), Club de Progreso (1852), Congreso de la Nación (1906), Biblioteca Nacional (1885) y Museo General de Ciencias (1888).
Estos edificios presentan elementos clásicos en sus fachadas, pórticos, interiores y alrededores. Su distribución responde a una lógica de proximidad, accesibilidad y cercanía. Además, cuentan con una posición estratégica en el mapa y la dinámica que generan permite pensar estos espacios como una polis –en el sentido político de Arendt–, ya que esgrimen una lógica de conjunto.
Las ciudades –o sus centros– podrán pensarse como conjuntos visuales que permiten perpetuar la estética clásica. Esta idea, propuesta desde los estudios de la visualidad (Brea, 2005), permite pensar que la arquitectura y la escultura que portan las representaciones clásicas se proyectarán como la imagen de la ciudad. En este sentido, la urbanística del espacio público es entendida desde una estética clásica, pues se piensa como conjunto al edificio y su entorno, como una cuestión cosmológica, casi sistémica. De este modo, se comprenden mejor los procesos de construcción cultural y patrimonial, ya que se observan en un espacio amplio y polisémico, en el que la imagen de nación que se perpetúa –para el período estudiado– se emplaza en el espacio público por medio de las esculturas y la arquitectura, así como mediante el imaginario simbólico que “envuelve” estas imágenes.
Esta perspectiva culturalista –desde los aportes de Rama (1988)– permite pensar en términos más amplios las relecturas de los clásicos. Además, vuelve comprensible el paso de un lado a otro de las resignificaciones de los clásicos y los diversos materiales en los que se soportan sus modelos y valores. También, desde una lógica contextualista, se percibe la instalación de ideales que pretenden introducirse a la sociedad en su conjunto. Esta última perspectiva se sustenta en los análisis de la cultura, pues investigan “las relaciones entre elementos en una forma total de vida [es decir], la ‘cultura’ no es una práctica, ni es simplemente la suma descriptiva de los ‘hábitos y costumbres’ de las sociedades […], viene a ser todos aquellos patrones de organización” (Hall, 1994, p. 5).
Por lo anterior, no se realizó un análisis arquitectónico de los edificios, sino que se llevó a cabo una relectura cultural con base en un conjunto que integra al edificio, así como a las esculturas, los jardines y el entramado en el que está inserto. Ese intermedio entre lo urbanístico y la historia del arte, bajo una perspectiva integral, permite repensar a los clásicos desde un locus diferente, como diría Mignolo (2005), no occidentalizado ni etnocentrado, desde una perspectiva más interpretativa, a partir de considerar que ni lo clásico ni lo moderno pueden ser contemplados como categorías unívocas, estáticas o absolutas, pues son anacrónicas, se (des)contextualizan, entraman, reinstalan y cruzan.
Los clásicos como patrimonio cultural público
A lo largo de la historia, el centro de la ciudad ha representado –al menos en la ciudad occidentalizada– el núcleo relevante para la civilidad. En el centro se instalan los edificios públicos que simbolizan la identidad de la ciudad, que cristalizan su historia, que enarbolan la memoria patria y representan el patrimonio cultural público. En esta zona se encuentra el poder político, los espacios financieros –y de comercio– más relevantes, los templos más significativos para la ciudadanía y los espacios de dispersión más tradicionales; es decir, la gestión cultural. El centro de las ciudades griega y romana representa el modelo por excelencia, y el centro de la ciudad latinoamericana “renovada” se reconstruye y se adecúa en función de la idea de ciudad que se quiere proyectar.
Estas ciudades –Santiago y Buenos Aires–, reconstruidas y embellecidas durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, distribuyen algunos edificios emblemáticos que representan a la nación en sus centros –cristalizada en la capital–. Si se observan como un conjunto, puede advertirse que cada uno de los edificios presenta elementos clásicos: poseen columnas (jónicas, dóricas o corintias), capiteles, cariátides y esculturas; algunas directamente asociadas a la mitología clásica y otras asociadas a personajes y representaciones locales por medio del canon clásico (policlético).
La ciudad y su centro, mediante la edificación de sus obras emblemáticas del y en el espacio público, proyectan conjuntos estéticos6 que constituyen “visualidades decimonónicas”, las cuales se emparentan con los clásicos y los reinstalan de manera extemporánea; las élites evidenciaban intenciones explícitas que evocaban estos símbolos. Un ejemplo de esto es que, “emulando al ‘gran César’, Andrés Bello priorizó como artefactos estatales la elaboración de recursos didácticos para intervenir en los procesos de enseñanza-aprendizaje que acompañarían la consolidación del Estado nacional” en Chile (Domínguez, 2013, p. 58), lo que evidencia que es necesario replicar el ideal moral y colectivo de las escuelas romanas y helenísticas, en donde el individuo se consagra al servicio del Estado.
Cabe mencionar que Bello “fue determinante en la orientación de la educación chilena y en el diseño de los planes de estudio y manuales escolares, se preocupó también en formar, a través de una impronta humanista con base en la cultura clásica, a los niños y preferentemente a los jóvenes”7 (Domínguez, 2013, p. 60).
Miguel Cané, por otra parte, cumplió un rol importante en Buenos Aires, ya que evidenció la impronta clásica que se busca traspasar a la ciudad y a la civilidad. Un ejemplo de esto es la creación de la Facultad de Filosofía y Letras (1896), de la que Cané fue el primer decano, en ella puso en práctica la idea de cultivar y recuperar la tradición clásica, lo que expuso en su discurso inicial sobre “La enseñanza clásica”, proferido el 20 de octubre de 1901.
Otros edificios o espacios integrados que dialogan con la estética clásica en el centro de las ciudades consideradas son algunos cementerios, como La Recoleta, en Buenos Aires, remodelada en 1880 por J. Buschiazzo, en donde construyó una entrada de “estilo neoclásico”, así como la Aduana Nueva (1857), el Teatro Argentino de La Plata (1887),8 el Palacio de Correos o Correo central (1888) y el Palacio San Martín (1910). En el caso de Santiago, se pueden considerar el Cementerio General que, a partir de 1890, comenzó a empaparse de esculturas con la estética clásica –y también de otros estilos–, la Galería San Carlos (1888), en la Plaza de Armas, el Correo Central de Santiago (1882), el Palacio Cousiño (1882), entre otros. Es necesario advertir que no todos estos edificios pertenecen a la esfera pública, algunos de ellos son de privados, pese a que tengan de igual forma incidencia en la política pública del país o en la estética patrimonial.
Los edificios que se erigen en el centro de las ciudades se asocian a los artefactos culturales que personajes como Bello o Cané pretenden consolidar, pues las construcciones, al evocar los símbolos clásicos que se invocan desde la educación, dialogan en términos visuales con estos. Esto quiere decir que los “artefactos culturales” o invenciones para consolidar la nación eran, por una parte, la educación de los valores clásicos en escuelas, universidades y academias y, por otra, conjuntos de edificios que cristalizaban visualmente la estética clásica como referente para la ciudad. Se educa, entonces, en términos institucionales, así como visuales, para que quienes circulan en el espacio público del centro de la ciudad reconozcan en su fachada la estética clásica.
Por lo anterior, parece que se articula una especie de red simbólica entre –o alrededor de– los hombres como Cané o Bello, que instalan a los clásicos como un elemento universalista, que nos alinea con lo eurocéntrico y lo occidentalizante. Esa red simbólica de poder se concretará en la red física que representa la cuadrícula de la ciudad y, a partir de su centro y sus edificios emblemáticos, se consolidará la estética clásica como un símbolo constitutivo de la urbanidad.
Esto no significa que la élite, o clase dominante, sea un bloque hegemónico; sin embargo, hegemonizan ciertas prácticas culturales y urbanísticas: “[e]l problema radica en pensar la cultura dominante como un bloque homogéneo y estático. El campo del poder, sobre todo en la modernidad, es fluido y desterritorializador, lo que tampoco quiere decir que no establezca redes de dominación” (Ramos, 2009, p. 221). Es por medio de estas redes que se imponen ciertas representaciones culturales.
Regresar a los clásicos en este contexto naturalizará una cultura con estereotipos externos –y extemporáneos– y facilitará la imposición por parte de las élites de un origen falso para nuestra historia. No habría que olvidar tampoco que, como menciona Romero, el mundo urbano es:
el estrato profundo en que se apoya (y gana inteligibilidad) la unidad de lo que llamamos cultura occidental: la ciudad forma la “estructura real” en que funciona la sociedad, pero como sus formas materiales objetivan el legado cultural del que surge la conciencia histórica, también hace posible la “estructura ideológica” que sostiene los modelos interpretativos y las ideaciones proyectuales (2009, p. 17) .
En este sentido, las esculturas, entendidas como imagen integrada de un conjunto, se emparentan con los valores republicanos y democráticos, representados por “hombres eminentes” o héroes patrios, sobre todo porque, en la medida en la que esos personajes se convierten en esculturas, forman parte constitutiva de la memoria nacional.
Asimismo, se “imitará a las familias romanas que conservaban las imágenes de sus antepasados, como un estímulo para la práctica de las virtudes cívicas. Esas estatuas erigidas en el paseo principal de Santiago serán otros tantos ejemplos propuestos a la consideración de los ciudadanos” (El Ferrocarril, 1857, p. 3). Por lo anterior, cabe preguntarse: ¿qué imágenes quieren perpetuarse? y ¿para quiénes se perpetúan?
En general, estas estatuas se instalaron en las grandes avenidas como la Alameda o la Plaza de Mayo, ejes céntricos de las ciudades, que además son articuladoras del centro cívico. Cabe acotar que estas estatuas no siempre fueron de los grandes personajes –de las élites–, pues también, tanto en el mundo clásico como en el moderno, existen representaciones de seres divinos y mitológicos, así como de animales. No es azaroso, en ese sentido, encontrarse con Pandora y Hebe en los jardines del Congreso de Santiago, o las Nereidas en el Paseo de Julio. Es curioso pensar que los animales que se representan no son endémicos, pues más bien se recurre a la mitología clásica y se abusa de la representación, por ejemplo, del león, el búho o el venado.
Esta doble simbolización de red o conjunto que se esgrime en torno a personajes de la élite y de los edificios públicos (integrados con jardines y esculturas), facilita la difusión de los valores clásicos y sus sentidos de belleza y armonía, ya que, por medio de estos conjuntos, se representa la imposición del modelo eurocentrado y se levanta lo que posteriormente permitirá definir a los clásicos como patrimonio cultural público.
Así, los jardines que rodean al edificio del Congreso en Santiago fueron diseñados por el paisajista Guillermo Renner quien, además, diseñó la Plaza de Armas (1896), el Parque Cousiño (1870), parte del Club Hípico (1923) y “otros importantes parques de Santiago y en las afueras de la ciudad” (MOP/Cámara Diputados, 2011, p. 15). Parte de la luminaria se solicitó a la fundición francesa Val D’Osne, que facilitó también diverso ornamento para volver más hermosa la ciudad, sobre todo en el período de intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna, quien impulsó una nueva reapropiación de los símbolos clásicos como un elemento transversal para la ciudad. No hay, en consecuencia, una marginalización de los lenguajes de la modernidad, sino más bien una convivencia de estilos que revela lo clásico como un patrimonio universalizable.
En este escenario, la copia se instalará como un elemento recurrente y base del arte nacional, tanto en Chile como en Argentina. Esto se percibirá, además, en la escultura; un ejemplo paradójico de esto es la escultura icónica de Virginio Arias, titulado El defensor de la patria (1884), que se levanta en la Plaza Yungay de Santiago, y que es conocido como el Roto, que representa al personaje popular por excelencia (Salinas, 2008). Ivelic (2001) argumenta que la obra reproduce el arquetipo “policlético” y helenizante: “en muchas de las esculturas realizadas en esta época encontramos una fuerte inadecuación entre la forma y el contenido, entre el modelo clásico concebido bajo el canon helénico y su representación y vinculación con los personajes nacionales representados” (Zamorano, Cortés & Gazitúa, 2011, p. 208). Otras esculturas similares son: Caupolicán (1869) de Nicanor Plaza y Galvarino (1897) de José Miguel Blanco.
Estos escultores fueron la primera generación –del bello estilo (Carvacho, 1983)– financiada por el Estado para conformar un arte nacional amparado en los modelos europeos. Los tres fueron educados por maestros europeos y becados para ir a estudiar a Francia e Italia, se les exigía una obra al año, a fin de conformar una colección nacional. De forma similar, en el escenario argentino, es importante mencionar a Giulio Monteverde, mentor de Lola Mora y Víctor de Pol, dos de los escultores más reconocidos de esta época.
Algo similar ocurre con los arquitectos, pues el gobierno contrató a europeos para que formaran y educaran a los primeros arquitectos nacionales. En Argentina, por ejemplo, Miguel y Pedro Fortini, además de construir numerosos edificios dentro y fuera de la ciudad, ingresaron en la sociedad filantrópica suiza de Buenos Aires en 1897 y 1894, respectivamente, e introdujeron desde ahí “el buen gusto de los principios clásicos” (Gutiérrez, 2004, p. 176), junto con los hermanos Canale. En esos momentos, replicaban la proporcionalidad y el canon, los materiales, la talla y la fundición de las obras, asimismo, “[l]a institucionalidad cultural controlaba los circuitos de formación, circulación y ventas de obras. Había, de igual modo, voces teóricas y medios que se hacían parte de este discurso, adhiriendo al paradigma clásico” (Zamorano, Cortés & Gazitúa, 2011, p. 208). Para la coyuntura del centenario de la Revolución de Mayo: “son reiteradas, en cada encargo y en cada inauguración, las polémicas sobre el parecido de los héroes y la verosimilitud de la escena” (Gorelik, 2010, p. 217), lo que muestra la idea de la replicabilidad del canon.
Por otra parte, “el espacio de formación, circulación y difusión del arte estaba en Chile muy acotado a las directrices de la Escuela de Bellas Artes y a ciertas instancias tutelares, como el Consejo de Bellas Artes” (Zamorano, Cortés & Gazitúa, 2011, p. 212). En consecuencia:
El artista que optaba por el arte académico, elegía una alternativa que le otorgaba estudios, salones, premios, medallas, viajes, crítica favorable, reconocimiento social y económico. Estas circunstancias y la propia legitimidad del modelo clásico impedían que la innovación artística, que había irrumpido en Francia con el Impresionismo, tardara todavía varias décadas en llegar a Chile (Zamorano, Cortés & Gazitúa, 2011, p. 212).
Argentina es un caso distinto, pues su proceso fue más “demoroso” y las directrices no fueron de la Escuela de Bellas Artes, sino que primaron intereses privados representados por medio de personajes públicos. No obstante, se observan relaciones similares entre los personajes políticos y sus intereses plasmados en la contratación de arquitectos o escultores franceses o italianos que, a su vez, se asociaran –y educaran– a los arquitectos y escultores locales. Así, las relaciones entre Francisco Tamburini y Víctor Meano, o entre Torcuato de Alvear y Juan Antonio Buschiazzo, son esenciales para comprender esta resignificación de los clásicos en Buenos Aires por medio del espacio público.
Para autores como Zamorano, Cortés & Gazitúa , a finales del siglo XIX, los modelos clásicos van a debilitarse, sobre todo luego del “quiebre temático propuesto por los pintores de 1913” (2011, p. 212) y el advenimiento de las vanguardias; sin embargo, se constata que esto es errado, pues en Europa, y particularmente en España, “la obra de Antonio Palacios Ramilo siembra la capital española de un clasicismo renovador fronterizo con las vanguardias” (Ortega Garrido, 2010) , y algo similar ocurrirá en estos territorios.
Existen edificios que proyectan una estética clásica y, por medio de esta, resignifican no solo los modelos, sino también los valores que se emparentan con ellos. En el caso de Chile, el Teatro Municipal y el Congreso Nacional, diseñados por Francisco Brunet Des Baines, e iniciados en 1857, brindaron un aire renovador a la ciudad. Asimismo, el Club de la Unión, inaugurado en 1864, ofrece un espacio de reunión para la “alta alcurnia” (Club de la Unión, 2019), al igual que el Club Hípico, inaugurado en 1870.
En esos momentos, comenzó a gestarse la restauración del Cerro Santa Lucía (1872-1874), debido a que el nuevo intendente de la ciudad, Benjamín Vicuña Mackenna, insistía en que era necesario embellecer los espacios públicos, por lo que “colocó más monumentos en la Alameda y en otros lugares abiertos de la ciudad, con la intención de evocar momentos pasados que engrandecían el espíritu nacional promovido por la élite” (Aguirre & Castillo, 2002, p. 29). Esto dialogaba con la idea de que el ornato constituiría una poderosa fuente de educación y de progreso de la nación, al punto que llegó a definir el paseo como una “obra esencial de democracia” (Vicuña Mackenna, 1872, p. 99), a pesar de que tenía un carácter profundamente aristocrático y segregaba a una mayoría importante de población.
También se remodeló el Parque Cousiño –conocido hasta ese momento como Campo de Marte– mediante la integración de bosques y estatuas a los paseos, que se acompañaban de la laguna y la elipse; además, se instalaron cascadas, fuentes, esculturas y puentes, entre otras cosas. En la Quinta Normal de Agricultura ocurría algo similar, especialmente después de la inauguración del Museo Nacional de Historia Natural de Chile, en 1876 (que había albergado la Exposición Internacional de Chile en 1875), construido por el arquitecto francés Paul Lathoud. Surgió también, en 1894, el proyecto del Parque Forestal: “esta área fue diseñada por el arquitecto paisajista francés Jorge Dubois sobre la base de un trazado naturalista” (Aguirre & Castillo, 2002, p. 56).
En el caso argentino, Avellaneda comentaba, a partir de la promulgación de la ley para la creación del Parque de Palermo en 1874, que los paseos públicos “sirven finalmente hasta para suavizar, mejorar, purificar, ennoblecer los sentimientos de las multitudes, dando formas más suaves a estas luchas duras y severas que engendra la democracia” (Congreso Nacional, 1875, p. 178). En diálogo con esto, la ciudad se remodelaba y los espacios públicos se embellecían, en donde destacaban arquitectos como Víctor Meano que, además de contribuir en el estudio de Francisco Tamburini, completó sus obras tras su muerte en 1891 (como el arco central de la Casa Rosada y el nuevo Teatro Colón).
Así, en relación con el Congreso Nacional, Meano afirma “haber adoptado el estilo grecolatino semejante al monumento de Vittorio Emanuele en Roma. Ha unido la pompa y ostentación romana a la pureza de las líneas griegas, sin combinar los dos estilos sino tomando de cada uno de ellos sus caracteres sobresalientes” (Gutiérrez, 2004, p. 202). En su cúpula destacan esculturas de victorias aladas y niños, y en “la parte superior del cuerpo central, dos grupos en bronce representan la Justicia y la Libertad, y el carro de la República figurado por la tradicional cuadriga, lleva en triunfa a una mujer portando la simbólica rama del olivo, obra del veneciano Víctor de Pol” (Gutiérrez, 2004, p. 203). Aunque cabría preguntarse ¿para quiénes es simbólico el olivo?
El papel que desempeñó Juan Antonio Buschiazzo también es importante, ya que, entre otras cosas, diseñó la Municipalidad de Belgrano, realizada en estilo italianizante: “su fachada presenta un pórtico de seis columnas dóricas que da carácter al establecimiento que fuera en 1880 sede provisoria del Congreso Nacional” (Gutiérrez, 2004, p. 150). A partir de ese mismo año, Torcuato de Alvear y Buschiazzo comenzaron a trabajar de manera colaborativa a través de la Dirección del Departamento de Obras Públicas de la Municipalidad y, desde esa plataforma, consolidaron su idea de espacio público.
Además, Buschiazzo “[p]royectó y dirigió las obras de transformación del cementerio de la Recoleta diseñando su majestuosos pórtico de estilo neoclásico” (Gutiérrez, 2004, p. 151). También ideó numerosas residencias privadas, fue socio fundador de la Sociedad de Arquitectos, de la que fue presidente honorario, y fue presidente de la Comisión de Parques y Paseos Municipales. En su opinión, “los sectores humildes de la ciudad necesitan otro parque como Palermo, en el que no tengan que sufrir la afrenta de la riqueza a la que no pueden acceder” (Buschiazzo, 1893); a pesar de esto, acepta también que “es el poder público el responsable de acercar los ‘goces de la belleza’ para producir la transformación radical del ‘estado de cultura’ de las nuevas multitudes urbanas” (Gorelik, 2010, pp. 164-165).
La coyuntura del centenario propició nuevos proyectos arquitectónicos en ambas ciudades, como el Palacio de Tribunales de Justicia en Santiago, que comenzó a construirse en 1905 (finalizó en 1930). El edificio, que nació del proyecto de Emilio Doyére (arquitecto francés) y su alumno Alberto Schade, destaca por “su marcado estilo greco-romano con fuertes influencias francesas […], su hall de acceso, que da paso a la escala principal del edificio construida en mármol, y decorada con dos cariátides, columnas en forma de mujer, creadas por el escultor catalán Antonio Coll y Pi” (Azócar Moreno, 2003, p. 29).
El Museo Nacional de Bellas Artes se erige con características similares –en diálogo con lo que hoy es el Parque Forestal–, inaugurado en 1910, aunque su idea comenzó a impulsarse en 1879. La Biblioteca Nacional es un caso parecido, su construcción comenzó en 1913 y concluyó en 1925, fue un diseño del arquitecto Gustavo García del Postigo; el edificio “se inscribe dentro del estilo neoclásico […]. Sus elementos clásicos, tratados con libertad, ordenan la imposición de las fachadas y de la arquitectura interior” (Biblioteca Nacional de Chile, s/f).
En el caso argentino, “[e]l edificio del Palacio de Tribunales tiene siete pisos de estilo neoclásico con influencias griegas y romanas, alberga la sede del Poder Judicial y la Suprema Corte de Justicia de la Nación” (Palacio de Justicia: Buenos Aires, 2019). Lo anterior se verá fortalecido “ya en el cauce de la celebración del centenario, las estatuas se multiplican, en muchos casos de manera literal” (Gorelik, 2010, p. 210), bajo la premisa de que debía replicarse la belleza y honrar la nación y a sus héroes patri(ci)os.
Más adelante, “con excepción de unas pocas voces ‘oficiales’ que van a celebrar inmoderadamente el centenario […], la imagen de la ciudad pasa a formar parte de ese deber espiritual que la materialidad de la ciudad desoye con prepotencia” (Gorelik, 2010, p. 225) . Desde ahí, Julio Molina y Vedia (1916) mencionaba que “esta arquitectura ostentosa es el espejo de la falsedad y vacuidad en que todos vivimos [porque la ciudad] no es nuestra”. Al margen del centro embellecido, se ubicarán las clases populares que solo contarán con una esfera pública limitada y opacada. En consecuencia, podría hablarse de dos culturas, que son más bien “modalidades diferentes de estar en la ciudad” (Gorelik, 2010, p. 178) .A modo de cierre
El presente escrito ha pretendido evidenciar, en parte, que los modelos clásicos son manipulados por las élites para instalar ideas de orden y belleza definidas por la estética occidentalizada. Es errado pensar que el patrimonio cultural público del siglo XIX, tanto en Santiago como en Buenos Aires, es parte de una herencia o una tradición. Las élites son las que construyen redes simbólicas y materiales entre hombres y espacios, naturalizan la ética y la estética clásicas como un bien para la ciudad, instalan la visualidad de lo clásico –acompañado de una educación amparada también en los clásicos como modelo–, junto a héroes poco representativos y un discurso alejado de la realidad.
Es posible concluir que no puede haber un patrimonio cultural público en espacios habitados de forma desigual. Existe marginación cuando se impone la estética clásica, por lo que hay dos maneras distintas de habitar la ciudad: una ética y estéticamente bella y otra “sucia”, artesanal y popular. Lo bello es lo europeo, lo moderno, la replicabilidad del canon. Los edificios y las esculturas se convierten en portadores éticos y estéticos que comunican al ciudadano la idea de orden y de civilidad mediante la espacialidad y la visualidad; son los “artefactos culturales” que la élite utiliza para instalar su idea de patrimonio.
Por lo anterior, este análisis pretendió, desde una lógica contextualista y culturalista, poner en duda la idea del patrimonio cultural público como un bien transversal para todos los ciudadanos, precisamente porque existe una multiplicidad de representaciones que dialogan entre sí. El canon occidentalizante es, entonces, una imposición que dialoga con las ideas de modernidad y progreso que implementan las élites cuando comienza la “renovación” de las ciudades.
Así pues, no solo se resignifican los modelos clásicos, al menos hasta 1920, sino que también se implementan como catalizadores de las virtudes cívicas de los ciudadanos y se emplean como base para pensar y construir el espacio público. Se podría advertir que, a lo largo del siglo XIX, los edificios públicos –y algunos privados– de las ciudades investigadas son más que espacios conmemorativos patrimonializados a posteriori, pues se muestra la intención de instalar a la ciudadanía en la “larga tradición de occidente”, y con esto arraigarla a los clásicos, con lo que el ejercicio político atraviesa la cuestión cultural y patrimonial.
Debido a lo anterior, actualmente, en pleno estallido social en Chile, es probable que se destruyan muchas de las fachadas y esculturas instaladas en el período estudiado –y que aún perduraban en el espacio público–, pues la ciudadanía que reclama no se siente parte de este patrimonio impuesto.Referencias bibliográficas
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CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO
Viveros González, A. F. (2020). ¿Modelos clásicos como patrimonio cultural público? Arquitectura y escultura en Santiago y Buenos Aires (1850-1920). Córima, Revista de Investigación en Gestión Cultural, 5(9). DOI: 10.32870/cor.a5n9.73582020.
1 Profesora. Doctora en Estudios Americanos, Universidad de Santiago de Chile, Chile. Correo electrónico: ana.viveros@usach.cl ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1904-3508
2 Idea extraída de Lander, Edgardo (2000). Ciencias sociales: Saberes coloniales y eurocéntricos, en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.
3 Como comenta Prats, el patrimonio es una construcción social y, en consecuencia, los espacios erigidos por las élites serían patrimonializados a posteriori. Revisar Prats, Llorenç (1997). Antropología y Patrimonio. Barcelona: Editorial Ariel.
4 Para Gorelik, “el monumento, las estatuas y especialmente las piedras fundamentales, se convierten en una suerte de alegoría de gran representatividad de los conflictos políticos y sociales […]. El monumento parece el modo socialmente más efectivo para tomar partido, a la vez que es indispensable tomar partido sobre los monumentos [que] se están construyendo” (2010, p. 207).
5 Arturo Almandoz (2013), urbanista con perspectiva culturalista, comenta que, en el período estudiado, se cruzan diversos estilos que albergan desde el Art Nouvou, hasta las vanguardias artísticas, pero en ambos modelos se perciben algunos elementos de la estética clásica. Además, prima un academicismo europeo, hay eclecticismo y un fuerte protagonismo de las élites en la definición de proyectos.
6 Al retomar la idea de los conjuntos en la visualización de los edificios públicos, es posible percibir tres subconjuntos: el poder político que se graficaría por medio del Congreso Nacional y el Palacio de Justicia; luego, el ámbito educativo, representado en la Academia de Pintura y la Sociedad de Estímulo, las Universidades emblemáticas (como la Universidad de Chile o la de Buenos Aires) y las Bibliotecas Nacionales; en el ámbito de la distensión/diversión, ofrecido por los Teatros más relevantes, los Clubes (de la Unión, del Progreso y el Club y la Sociedad Hípica), y los museos, como muestra de la grandeza nacional y los estereotipos que se busca satisfacer.
7 Una muestra de esto es lo comentado por Martín Urrutia en el Colegio de la señora Fredes en la distribución de premios: “Llénese de entusiasmo i entumézcase de gloria la vetusta Grecia por haber sido su célebre capital Atenas, cuna de las primitivas ciencias, que también nuestro Chile consignará en las doradas pájinas de su historia haberle cabido la ventura de ser fiel depositario de un tesoro sin igual. Compruébanlo ese Instituto Nacional i Delegación Universitaria, en cuyo seno benéfico se abrigan tantas esperanzas fundadas de quienes depende la salud de la patria […]. I vosotras jóvenes entusiastas por obtener el lauro que orla vuestras cienes i debidos a vuestros apuros, proseguid adelante i no desmayéis; corred presurosas al santuario de Minerva, satisfechas de que mui luego saboriareis los óptimos frutos obtenidos, merced a los esmeros de vuestra directora i al laudable juicio como constante aplicación vuestra” (Urrutia, 1861, p. 3).
8 En 1977 se incendió y luego se demolió.